jueves, 29 de junio de 2017



ADICCIONES  E INFANCIA 

 
Hoy en día dada hay multiplicidad de objetos de consumo que sirven a las personas para encontrar satisfacción de forma independiente del Otro; esto deja a los sujetos cada vez más solos con sus goces, en una relación de tipo autístico, pasando a ser  en algunos casos ellos mismos los objetos consumidos. Esta pérdida de subjetividad es la que caracteriza a cualquier adicción y un adicto se vuelve alguien que además de no poder ni saber vivir sin el objeto de goce, se vuelve capaz de hacer cualquier cosa con tal de obtener el mismo como quedará de manifiesto en un fantástico cuento que compartiré al final de este artículo.
En estos casos el sujeto de deseo se ha perdido y deviene objeto sometido a la ley de  goce del capitalismo. 

En el caso de los niños, cuya estructuración psíquica está en proceso, que el Otro(padre, madre) responsable de su formación priorice en su manera de vincularse con el niño el dar objetos con los que pretenda en exceso sustraerse de brindar tanto su presencia física como su atención a las necesidades emocionales del niño o niña, estará favoreciendo la construcción de seres no sociales y asociales también, por cuanto el contrato social o al ley del deseo,  que implica siempre el límite al goce pulsional  en función del Otro y del “bien propio y común” , estará ausente o será muy  fallido. Y así cada cual priorizara  su goce por encima de todo y de todos.  Si esto sucede, y los padres o cuidadores del niño acostumbran a sustituir de forma excesiva  por objetos (comida, TV, ordenador, ropa etc.) tanto su presencia, como su mirada, como las palabras (tanto escuchándole como hablándole) que el niño o niña necesita para construir su narcisismo (su yo y la estima de sí mismo),  y limitar luego el mismo en función del Otro -ya que los otros también tienen sus necesidades-, llegará un momento en que el niño “pasará de ellos” y ya no habrá lugar para los mismos en su psiquismo por cuanto se habrá acostumbrado a prescindir. Muchos padres de adolescentes manifiestan este alejamiento de sus hijos, pero muchas veces el haberse blindado  es muy anterior a esta etapa, viene desde pequeño, cuando se negaron, desconocieron o minimizaron sus necesidades de consuelo(cuando lloró, cuando le dolía algo, cuando tenía miedo), de compañía, de escucha , etc. en definitiva de amor en hechos, y no solo palabras y objetos, dejándosele solo y sugiriéndole que buscara  apoyo y consuelo  , o haciendo que no tuviera otro remedio que buscarlos en diferentes objetos; obviamente que una vez acostumbrado a prescindir del Otro, con la rabia y frustración concomitantes que tal   renuncia  traería aparejada, es entendible que no le sea nada fácil dejar a entrar a nadie en su circuito de goce cerrado. ¿Para qué ahora, que yo me valgo solo? Correr el riesgo de abrirse a esperar algo de quienes no se lo dieron y le fallaron cuando más los necesitó no es tarea fácil, y menos cuando hay rabia y rencor reprimido o manifestado. Obviamente que los adolescentes ya de por sí tienden a poner distancia con sus padres, ya que esta es una etapa en la que se trata precisamente de buscar su propia identificación y su autonomía, pero para lograr que dejen acompañarse medianamente  sin alejarse del todo, es muy importante haber estado antes de que llegue la misma, y que ellos puedan sentir que se podía contar con los adultos, contar de a de verás con presencia física y emocional.

 Hay básicamente dos situaciones por las cuales las madres y padres  pueden sustraer su presencia y amor a sus hijos sin percatarse muchas veces de que lo están haciendo, una es cuando se encuentran ellos mismos sobrecargados de obligaciones y dificultades, y con muchas necesidades propias muy insatisfechas, en cuyo caso es muy difícil tener disposición para dar tiempo, escucha, mirada, comprensión , etc., porque en esos casos los propios padres están muy carentes y necesitados ellos mismos de todo eso que el niño requiere a borbotones.  Y otra, es cuando ellos mismos encuentran  predominantemente satisfacción o más satisfacción en otras actividades, personas  y  objetos, que en estar , acompañar y criar a sus hijos(a muchas personas  que tienen hijos les desagrada  o no les agrada en absoluto ocuparse de la crianza, pero la misma  es fundamental para la salud tanto física como mental de los niños), Algunos además  consideran que la calidad de vida que pretenden ofrecer a los mismos está dada fundamental o exclusivamente  por la cantidad de objetos o servicios que se pueden adquirir en función de la cantidad de dinero que se obtiene en el trabajo, el cual requiere que pasen muchas horas fuera de la casa , que viajen a veces varios días alejándose de los hijos. Y de reforzar esta creencia se encarga sobremanera  la publicidad que apura al consumo.

A veces también hay quienes habiendo sufrido importantes carencias a nivel material en su propia infancia, intentan reparar lo que vivieron como falta en sí mismos , en sus hijos, tratando de darles lo que  para ellos falté y habría sido importante recibir, sin darse cuenta que el hijo o la hija son personas diferentes que no necesariamente  necesitan lo mismo. Intentan reparar su narcisismo herido, su falta infantil y no pueden así escuchar las necesidades propias de sus hijos, lo cual en diversas medidas les sucede a todos los padres y madres ya que el hijo siempre es deseado inconscientemente  para paliar la falta de los padres, aunque luego haya que aceptar – no todos pueden hacerlo, ni nadie lo hace sin cierta dificultad- que él tiene derecho a su propia vida y no es ese apéndice (*) que los padres  esperaban que fuese. 

Como dice Khalil Gibrán.  


Tus hijos no son tus hijos
Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma.
No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen.
Puedes darles tu amor, pero no tus pensamientos,
Pues ellos tienen sus propios pensamientos.
Puedes hospedar sus cuerpos, pero no sus almas,
Porque ellas viven en la casa del mañana, que no puedes visitar ni siquiera en sueños.
Puedes esforzarte en ser como ellos, pero no procures hacerlos semejantes a ti
porque la vida no retrocede, ni se detiene en el ayer.
Tú eres el arco del cual tus hijos, como flechas vivas, son lanzados (…).
Deja que la inclinación en tu mano de arquero sea hacia la felicidad”.



 (*)¡Justo se me ocurre la palabra  “apéndice”!,  ese órgano extranjero, vestigial dice el diccionario, por cuanto  algo que no sirve para nada o ha perdido todas sus funciones durante la evolución, y que en general por eso da problemas a veces y  hay que operar), lugar de la falta que organiza al sujeto psíquico o del inconsciente, también presente en su cuerpo, más allá de que  haya investigaciones que dicen que no es así   “ el apéndice se deriva de alguna función no identificada y no es, para nada, un órgano vestigial. Se cree que el apéndice desempeña un papel en la función inmune, porque la estructura está asociada con tejido linfático sustancial., puesto que en definitiva “ la naturaleza específica de la supuesta función del apéndice nunca ha sido identificada y, como resultado, la idea de que el apéndice es un vestigio continúa hasta el día de hoy” Interesante función también la de inmunidad a efectos de la falta, si fuera realmente este  el caso.





 


Y PARA TERMINAR EL CUENTO EXCELENTE Y  ATERRADOR DE  RAY BRADBURY.
LA PRADERA.

—George, me gustaría que mirases el cuarto de los niños.
—¿Qué pasa?
—No sé.
—¿Entonces?
—Sólo quiero que mires, nada más, o que llames a un psiquiatra.
—¿Qué puede hacer un psiquiatra en el cuarto de los niños?
—Lo sabes muy bien.
La mujer se detuvo en medio de la cocina y observó la estufa, que se cantaba así misma, preparando una cena para cuatro.
—Algo ha cambiado en el cuarto de los niños —dijo.
—Bueno, vamos a ver.
Descendieron al vestíbulo de la casa de la Vida Feliz, la casa a prueba de ruidos que les había costado treinta mil dólares, la casa que los vestía, los alimentaba, los acunaba de noche, y jugaba y cantaba, y era buena con ellos. El ruido de los pasos hizo funcionar un oculto dispositivo y la luz se encendió en el cuarto de los juegos, aún antes que llegaran a él. De un modo similar, ante ellos, detrás, las luces fueron encendiéndose y apagándose, automáticamente, suavemente, a lo largo del vestíbulo.
—¿Y bien? —dijo George Hadley.
La pareja se detuvo en el piso cubierto de hierbas. El cuarto de los niños media doce metros de ancho, por doce de largo, por diez de alto. Les había costado tanto como el resto de la casa.
—Pero nada es demasiado para los niños —decía George.
El cuarto, de muros desnudos y de dos dimensiones, estaba en silencio, desierto como el claro de una selva bajo la alta luz del sol. Alrededor de las figuras erguidas de George y Lydia Hadley, las paredes ronronearon, dulcemente, y dejaron ver unas claras lejanías, y apareció una pradera africana en tres dimensiones, una pradera completa con sus guijarros diminutos y sus briznas de paja. Y sobre George y Lydia, el cielo raso , e convirtió en un cielo muy azul, con un sol amarillo y ardiente. George Hadley sintió que unas gotas de sudor le corrían por la cara.
—Alejémonos de este sol —dijo—. Es demasiado real, quizá. Pero no veo nada malo.
De los odorófonos ocultos salió un viento oloroso que bañó a George y Lydia, de pie entre las hierbas tostadas por el sol. El olor de las plantas selváticas, el olor verde y fresco de los charcos ocultos, el olor intenso y acre de los animales, el olor del polvo como un rojo pimentón en el aire cálido… Y luego los sonidos: el golpear de los cascos de lejanos antílopes en el suelo de hierbas; las alas de los buitres, como papeles crujientes… Una sombra atravesó la luz del cielo. La sombra tembló sobre la cabeza erguida y sudorosa de George Hadley.
—¡Qué animales desagradables! —oyó que decía su mujer.
—Buitres.
—Mira, allá lejos están los leones. Van en busca de agua. Acaban de comer —dijo Lydia—. No se qué
—Algún animal. —George Hadley abrió la mano para protegerse de la luz que le hería los ojos entornados—. Una cebra, o quizá la cría de una jirafa.
—¿Estás seguro? —dijo su mujer nerviosamente. George parecía divertido.
—No. Es un poco tarde para saberlo. Sólo quedan unos huesos, y los buitres alrededor.
—¿Oíste ese grito? —preguntó la mujer.
—No.
—Hace un instante.
—No, lo siento.
Los leones se acercaban. Y George Hadley volvió a admirar al genio mecánico que había concebido este cuarto. Un milagro de eficiencia, y a un precio ridículo. Todas las casas debían tener un cuarto semejante. Oh, a veces uno se asusta ante tanta precisión, uno se sorprende y se estremece; pero la mayor parte de los días ¡qué diversión para todos, no sólo para los hijos, sino también para uno mismo, cuando se desea hacer una rápida excursión a tierras extrañas, cuando se desea un cambio de aire! Pues bien, aquí estaba África. Y aquí estaban los leones ahora, a una media docena de pasos, tan reales, tan febril y asombrosamente reales, que la mano sentía, casi, la aspereza de la piel, y la boca se llenaba del olor a cortinas polvorientas de las tibias melenas. El color amarillo de las pieles era como el amarillo de un delicado tapiz de Francia, y ese amarillo se confundía con el amarillo de los pastos. En el mediodía silencioso se oía el sonido de los pulmones de fieltro de los leones, y de las fauces anhelantes y húmedas salía un olor de carne fresca. Los leones miraron a George y a Lydia con ojos terribles, verdes y amarillos.
—¡Cuidado! —gritó Lydia.
Los leones corrieron hacia ellos. Lydia dio un salto y corrió, George la siguió instintivamente. Afuera, en el vestíbulo, después de haber cerrado ruidosamente la puerta, George se rió y Lydia se echó a llorar, y los dos se miraron asombrados.
—¡George!
—¡Lydia! ¡Mi pobre y querida Lydia!
—¡Casi nos alcanzan!
—Paredes, Lydia; recuérdalo. Paredes de cristal. Eso son los leones. Oh, parecen reales, lo admito. África en casa. Pero es sólo una película suprasensible en tres dimensiones, y otra película detrás de los muros de cristal que registra las ondas mentales. Sólo odorófonos y altoparlantes, Lydia. Toma, aquí tienes mi pañuelo.
—Estoy asustada. —Lydia se acercó a su marido, se apretó contra él y exclamó—:
¿Has visto? ¿Has sentido ¡Es demasiado real!
—Escucha, Lydia …
—Tienes que decirles a Wendy y Peter que no lean más sobre África.
—Por supuesto, por supuesto —le dijo George, y la acarició suavemente.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Y cierra el cuarto unos días. Hasta que me tranquilice.
—Será difícil, a causa de Peter. Ya sabes. Cuando lo castigue hace un mes y cerré el cuarto unas horas, tuvo una pataleta. Y lo mismo Wendy. Viven para el cuarto.
—Hay que cerrarlo. No hay otro remedio.
—Muy bien. —George cerró con llave, desanimadamente—. Has trabajado mucho. Necesitas un descanso.
—No sé … no sé —dijo Lydia, sonándose la nariz. Se sentó en una silla que en seguida empezó a hamacarse, consolándola—. No tengo, quizá, bastante trabajo. Me sobra tiempo y me pongo a pensar. ¿Por qué no cerramos la casa, sólo unos días, y nos vamos de vacaciones?
—Pero qué, ¿quieres freírme tú misma unos huevos? Lydia asintió con un movimiento de cabeza.
—Sí.
—¿Y remendarme los calcetines?
—Sí —dijo Lydia con los ojos húmedos, moviendo afirmativamente la cabeza.
—¿Y barrer la casa?
—Sí, sí. Oh, sí.
—Pero yo creía que habíamos comprado esta casa para no hacer nada.
—Eso es, exactamente. Nada es mío aquí. Esta casa es una esposa, una madre y una niñera. ¿Puedo competir con unos leones? ¿Puedo bañar a los niños con la misma rapidez y eficacia que la bañera automática? No puedo. Y no se trata sólo de mi. También de ti. Desde hace un tiempo estás terriblemente nervioso.
—Quizá fumo demasiado.
—Parece como si no supieras qué hacer cuando estás en casa. Fumas un poco más cada mañana, y bebes un poco más cada tarde, y necesitas más sedantes cada noche. Comienzas, tú también, a sentirte inútil.
—¿Te parece? George pensó un momento, tratando de ver dentro de sí mismo.
—¡0h, George! —Lydia miró, por encima del hombro de su marido, la puerta del cuarto—. Esos leones no pueden salir de ahí, ¿no es cierto? George miró y vio que la puerta se estremecía, como si algo la hubiese golpeado desde dentro.
—Claro que no —dijo George.
Comieron solos. Wendy y Peter estaban en un parque de diversiones de material plástico, en el otro extremo de la ciudad, y habían televisado para decir que llegarían tarde, que empezaran a comer. George Hadley contemplaba, pensativo, la mesa de donde surgían mecánicamente los platos de comida
—Olvidamos la salsa de tomate —dijo.
—Perdón —exclamó una vocecita en el interior de la mesa, y apareció la salsa. Podríamos cerrar el cuarto unos pocos días, pensaba George. No les haría ningún daño. No era bueno abusar. Y era evidente que los niños habían abusado un poco de África. Ese sol. Aún lo sentía en el cuello como una garra caliente. Y los leones. Y el olor de la sangre. Era notable, de veras. Las paredes recogían las sensaciones telepáticas de los niños y creaban lo necesario para satisfacer todos los deseos. Los niños pensaban en leones y aparecían leones. Los niños pensaban en cebras, y aparecían cebras. En el sol, y había sol. En jirafas, y había jirafas. En la muerte, y había muerte. Esto último. George masticó, sin saborear la carne que la mesa acababa de cortar. Pensaban en la muerte. Wendy y Peter eran muy jóvenes para pensar en la muerte. Oh, no. Nunca se es demasiado joven, de veras. Tan pronto como se sabe qué es la muerte, ya se la desea uno a alguien. A los dos años ya se mata a la gente con una pistola de aire comprimido. Pero esto… Esta pradera africana, interminable y tórrida… y esa muerte espantosa entre las fauces de un león. Una vez, y otra vez…
—¿A dónde vas? —preguntó Lydia. George no contestó. Dejó, preocupado, que las luces se encendieran suavemente ante él, que se apagaran detrás, y se dirigió lentamente hacia el cuarto de los niños. Escuchó con el oído pegado a la puerta. A lo lejos rugió un león. Hizo girar la llave y abrió la puerta. No había entrado aún, cuando oyó un grito lejano. Los leones rugieron otra vez. George entró en África. Cuántas veces en este último año se había encontrado, al abrir la puerta, en el país de las Maravillas con Alicia y su tortuga, o con Aladino y su lámpara maravillosa, o con Jack Cabeza de Calabaza en el país de Oz, o con el doctor Doolittie, o con una vaca que saltaba por encima de una luna verdaderamente real… con todas esas deliciosas invenciones imaginarias.
Cuántas veces se había encontrado con Pegaso, que volaba entre las nubes del techo; cuántas veces había visto unos rojos surtidores de fuegos de artificio, o había oído el canto de los ángeles. Pero ahora… esta África amarilla y calurosa, este horno alimentado con crímenes. Quizá Lydia tenía razón. Quizá los niños necesitaban unas cortas vacaciones, alejarse un poco de esas fantasías excesivamente reales para criaturas de no más de diez años. Estaba bien ejercitar la mente con las acrobacias de la imaginación, pero ¿y si la mente excitada del niño se dedicaba a un único tema? Le pareció recordar que todo ese último mes había oído el rugir de los leones, y que el intenso olor de los animales había llegado hasta la puerta misma del despacho. Pero estaba tan ocupado que no había prestado atención.
La figura solitaria de George Hadley se abrió paso entre los pastos salvajes.Los leones, inclinados sobre sus presas, alzaron la cabeza y miraron a George. La ilusión tenía una única falla: la puerta abierta y su mujer que cenaba abstraída más allá del vestíbulo oscuro, como dentro de un cuadro.
—Váyanse —les dijo a los leones. Los leones no se fueron. George conocía muy bien el mecanismo del cuarto. Uno pensaba cualquier cosa, y los pensamientos aparecían en los muros.
—¡Vamos! ¡Aladino y su lámpara! —gritó. La pradera siguió allí; los leones siguieron allí.
—¡Vamos, cuarto! ¡He pedido a Aladino! Nada cambió. Los leones de piel tostada gruñeron.
—¡Aladino!
George volvió a su cena.
—Ese cuarto idiota está estropeado —le dijo a su mujer—. No responde.
—O…
—¿O qué?
—O no puede responder —dijo Lydia—. Los chicos han pensado tantos días en África y los leones y las muertes que el cuarto se ha habituado.
—Podría ser.
—O Peter lo arregló para que siguiera así.
—¿Lo arregló?
—Pudo haberse metido en las máquinas y mover algo.
—Peter no sabe nada de mecánica.
—Es listo para su edad. Su coeficiente de inteligencia …
—Aun así…
—Hola, mamá. Hola, papá.
Los Hadley volvieron la cabeza. Wendy y Peter entraban en ese momento por la puerta principal, con las mejillas como caramelos de menta, los ojos como brillantes bolitas de ágata, y los trajes con el olor a ozono del helicóptero.
—Llegáis justo a tiempo para cenar.
—Comimos muchas salchichas y helados de frutilla —dijeron los niños tomándose de la mano—. Pero miraremos cómo coméis.
—Sí. Habladnos del cuarto de juegos —dijo George. Los niños lo observaron, parpadeando, y luego se miraron.
—¿El cuarto de juegos?
—África y todas esas cosas —dijo el padre fingiendo cierta jovialidad.
—No entiendo —dijo Peter.
—Tu madre y yo acabamos de hacer un viaje por África con una caña de pescar, Tom Swift y su león eléctrico.
—No hay África en el cuarto —dijo Peter simplemente.
—Oh, vamos, Peter. Yo sé por qué te lo digo.
—No me acuerdo de ninguna África —le dijo Peter a Wendy—. ¿Te acuerdas tú?
—No.
—Ve a ver y vuelve a contarnos. La niña obedeció.
—¡Wendy, ven aquí! —gritó George Hadley; pero Wendy ya se había ido. Las luces de la casa siguieron a la niña como una nube de luciérnagas. George recordó, un poco tarde, que después de su última inspección no había cerrado la puerta con llave.
—Wendy mirará y vendrá a contarnos.
—A mí no tiene nada que contarme. Yo lo he visto.
—Estoy seguro de que te engañas, papá.
—No, Peter. Ven conmigo.
Pero Wendy ya estaba de vuelta.
—No es África —dijo sin aliento.
—Iremos a verlo —dijo George Hadley, y todos atravesaron el vestíbulo y entraron en el cuarto. Había allí un hermoso bosque verde, un hermoso río, una montaña de color violeta, y unas voces agudas que cantaban. El hada Rima, envuelta en el misterio de su belleza se escondía entre los árboles, con los largos cabellos cubiertos de mariposas, como ramilletes animados. La selva africana había desaparecido. Los leones habían desaparecido. Sólo Rima estaba allí, cantando una canción tan hermosa que hacia llorar. George Hadley miró la nueva escena.
—Vamos, a la cama —les dijo a los niños. Los niños abrieron la boca.
—Ya me oísteis —dijo George.
Los niños se metieron en el tubo neumático, y un viento se los llevó como hojas amarillas a los dormitorios.
George Hadley atravesó el melodioso cañaveral. Se inclinó en el lugar donde habían estado los leones y alzó algo del suelo. Luego se volvió lentamente hacia su mujer.
—¿Qué es eso? —le preguntó Lydia.
—Una vieja valija mía —dijo George.
Se la mostró. La valija tenía aún el olor de los pastos calientes, y el olor de los leones. Sobre ella se veían algunas gotas de saliva, y a los lados, unas manchas de sangre. George Hadley cerró con dos vueltas de llave la puerta del cuarto. Había pasado la mitad de la noche y aún no se había dormido. Sabía que su mujer también estaba despierta.
—¿Crees que Wendy habrá cambiado el cuarto? —preguntó Lydia al fin.
—Por supuesto.
—¿Convirtió la pradera en un bosque y reemplazo a los leones por Rima?
—Sí.
—;Por qué?
—No lo sé. Pero ese cuarto seguirá cerrado hasta que lo descubra.
—¿Cómo fue a parar allí tu valija?
—No sé nada —dijo George—. Sólo sé que estoy arrepentido de haberles comprado el cuarto. Si los niños son unos neuróticos, un cuarto semejante…
—Se supone que el cuarto les saca sus neurosis y tiene una influencia favorable. George miró fijamente el cielo raso.
—Comienzo a dudarlo.
—Hemos satisfecho todos sus gustos. ¿Es ésta nuestra recompensa? ¿Desobediencia, secreteos?
—¿Quién dijo alguna vez “Los niños son como las alfombras, hay que sacudirlos de cuando en cuando”? Nunca les levantamos la mano. Están insoportables. Tenemos que reconocerlo. Van y vienen a su antojo. Nos tratan como si nosotros fuéramos los chicos. Están echados a perder, y lo mismo nosotros.
—Se comportan de un modo raro desde hace unos meses, desde que les prohibiste tomar el cohete a Nueva York.
—Me parece que le pediré a David McClean que venga mañana por la mañana para que vea esa África.
—Pero el cuarto ya no es África. Es el país de los árboles y Rima.
—Presiento que mañana será África de nuevo. Un momento después se oyeron dos gritos. Dos gritos. Dos personas que gritaban en el piso de abajo. Y luego el rugido de los leones.
—Wendy y Peter no están en sus dormitorios —dijo Lydia.
George escuchó los latidos de su propio corazón.
—No —dijo—. Han entrado en el cuarto de juegos.
—Esos gritos… Me parecieron familiares.
—¿Si?
—Horriblemente familiares.
Y aunque las camas trataron de acunarlos, George y Lydia no pudieron dormirse hasta después de una hora. Un olor a gatos llenaba el aire de la noche.
-¿Papá? -dijo Perter.
-Sí.
Peter se niró los zapatos. Ya nunca miraba a su padre, ni a su madre.
—¿Vas a cerrar para siempre el cuarto de juegos?
—Eso depende.
—¿De qué?
—De ti y tu hermana. Si intercalaseis algunos otros países entre esas escenas de África. Oh… Suecia, por ejemplo, o Dinamarca, o China.
—Creía que podíamos elegir los juegos.
—Si, pero dentro de ciertos límites.
—¿Qué tiene África de malo, papá?
—Ah, ahora admites que pensabais en África, ¿eh?
—No quiero que cierres el cuarto —dijo Peter fríamente—. Nunca.
—A propósito. Hemos pensado en cerrar la casa por un mes, más o menos. Llevar durante un tiempo una vida más libre y responsable.
—¡Eso sería horrible! ¿Tendré que atarme los cordones de los zapatos, en vez de dejar que me los ate la máquina atadora? ¿Y cepillarme yo mismo los dientes, y peinarme y bañarme yo solo?
—Será divertido cambiar durante un tiempo. ¿No te parece?
—No, será espantoso. No me gustó nada cuando el mes pasado te llevaste la máquina de pintar.
—Quiero que aprendas a pintar tú mismo, hijo mío.
—No quiero hacer nada. Sólo quiero mirar y escuchar y oler. ¿Para qué hacer otra cosa?
—Muy bien, vete a tu pradera.
—¿Vas a cerrar pronto la casa?
—Estamos pensándolo.
—¡Será mejor que no lo pienses más, papá!
—¡No permitiré que ningún hijo mío me amenace!
—Muy bien.
Y Peter se fue al cuarto de los niños.
—¿Llego a tiempo? —dijo David McClean.
—¿Quieres comer algo? —le preguntó George Hadley.
—Gracias, ya he desayunado. ¿Qué pasa aquí?
—David, tú eres psiquiatra.
—Así lo espero.
—Bueno, quiero que examines el cuarto de los niños. Lo viste hace un año, cuando nos hiciste aquella visita. ¿Notaste entonces algo raro?
—No podría afirmarlo. Las violencias usuales, una ligera tendencia a la paranoia. Lo común. Todos los niños se creen perseguidos por sus padres. Pero, oh, realmente nada. George y David McClean atravesaron el vestíbulo.
—Cerré con llave el cuarto —explicó George— y los niños se metieron en él durante la noche. Dejé que se quedaran y formaran las figuras. Para que tú pudieses verlas. Un grito terrible salió del cuarto.
—Ahí lo tienes —dijo George Hadley—. A ver que te parece.
Los hombres entraron sin llamar. Los gritos habían cesado. Los leones comían.
—Salid un momento, chicos —dijo George—. No no alteréis la combinación mental. Dejad las paredes así. Marchaos.
Los chicos se fueron y los dos hombres observaron a los leones, que agrupados a lo lejos devoraban sus presas con gran satisfacción.
—Me gustaría saber qué comen —dijo George Hadley—. A veces casi lo reconozco. ¿Qué te parece si traigo unos buenos gemelos y …? David McClean se rió secamente.
—No —dijo, y se volvió para estudiar los cuatro muros—. ¿Cuánto tiempo lleva esto?
—Poco menos de un mes.
—No me impresiona muy bien, de veras.
—Quiero hechos, no impresiones.
—Mi querido George, un psiquiatra nunca ha visto un hecho en su vida. Sólo tiene impresiones; cosas vagas. Esto no me impresiona bien y te lo digo. Confía en mi intuición y en mi instinto. Tengo buen olfato. Y esto me huele muy mal… Te daré un buen consejo. Líbrate de este cuarto maldito y lleva a los niños a mi consultorio durante un año. Todos los días.
—¿es tan grave?
—Temo que sí. Estos cuartos de juegos facilitan el estudio de la mente infantil, con las figuras que quedan en los muros. En este caso, sin embargo, en vez de actuar como una válvula de escape, el cuarto ha encauzado el pensamiento destructor de los niños.
—¿No advertiste nada anteriormente?
—Sólo noté que consentías demasiado a tus hijos. Y parece que ahora te opones a ellos de alguna manera. ¿De qué manera?
—No los dejé ir a Nueva York.
—¿y qué más?
—Saqué algunas máquinas de la casa, y hace un mes los amenacé con cerrar este cuarto si no se ocupaban en alguna tarea doméstica. Llegué a cerrarlo unos días, para que viesen que hablaba en serio.
—¡Aja!
—¿Significa algo eso?
—Todo. Santa Claus se ha convertido en un verdugo. Los niños prefieren a Santa Claus. Permitiste que este cuarto y esta casa os reemplazaran, a ti y tu mujer, en el cariño de vuestros hijos. Este cuarto es ahora para ellos padre y madre a la vez, mucho más importante que sus verdaderos padres. Y ahora pretendes prohibirles la entrada. No es raro que haya odio aquí. Puedes sentir cómo baja del cielo. Siente ese sol, George, tienes que cambiar de vida. Has edificado la tuya, como tantos otros, alrededor de algunas comodidades mecánicas. Si algo le ocurriera a tu cocina, te morirías de hambre. No sabes ni como cascar un huevo. Pero no importa, arrancaremos el mal de raíz. Volveremos al principio. Nos llevará tiempo. Pero transformaremos a estos niños en menos de un año. Espera y verás.
—Pero cerrar la casa de pronto y para siempre no será demasiado para los niños?
—No pueden seguir así, eso es todo.
Los leones habían terminado su rojo festín y miraban a los hombres desde las orillas del claro.
—Ahora soy yo quien se siente perseguido —dijo McClean—. Salgamos de aquí. Nunca me gustaron estos dichosos cuartos. Me ponen nervioso.
—Los leones parecen reales, ¿no es cierto? —dijo George Hadley—. Me imagino que es imposible…
—¿Qué?
—Que se conviertan en verdaderos leones.
—No sé.
—Alguna falla en la maquinaria, algún cambio o algo parecido…
—No.
Los hombres fueron hacia la puerta.
—Al cuarto no le va a gustar que lo paren, me parece.
—A nadie le gusta morir, ni siquiera a un cuarto.
—Me pregunto si me odiará porque quiero apagarlo.
—Se siente la paranoia en el aire —dijo David McClean—. Se la puede seguir como una pista. Hola. —Se inclinó y alzó del suelo una bufanda manchada de sangre—. ¿Es tuya?
—No —dijo George Hadley con el rostro duro—. Es de Lydia.
Entraron juntos en la casilla de los fusibles y movieron el interruptor que mataba el cuarto.
Los dos niños tuvieron un ataque de nervios. Gritaron, patalearon y rompieron algunas cosas. Aullaron, sollozaron, maldijeron y saltaron sobre los muebles.
—¡No puedes hacerle eso a nuestro cuarto, no puedes!
—Vamos, niños.
Los niños se dejaron caer en un sofá, llorando.
—George —dijo Lydia Hadley—, enciéndeles el cuarto, aunque sólo sea un momento. No puedes ser tan rudo.
—No puedes ser tan cruel.
—Lydia, está parado y así seguirá. Hoy mismo terminamos con esta casa maldita. Cuanto más pienso en la confusión en que nos hemos metido, más me desagrada. Nos hemos pasado los días contemplándonos el ombligo, un ombligo mecánico y electrónico.
Dios mío, cómo necesitamos respirar un poco de aire sano. Y George recorrió la casa apagando relojes parlantes, estufas, calentadores, lustradoras de zapatos, ataderas de zapatos, máquinas de lavar, frotar y masajear el cuerpo, y todos los aparatos que encontró en su camino. La casa se llenó de cadáveres. Parecía un silencioso cementerio mecánico.
—¡No lo dejes! —gemía Peter mirando el cielo raso, como si le hablase a la casa, al cuarto de juegos— ;No dejes que papá mate todo! —Se volvió hacia George—. ¡Te odio!
—No ganarás nada con tus insultos.
—¡Ojalá te mueras!
—Hemos estado realmente muertos, durante muchos años. Ahora vamos a vivir. En vez de ser manejados y masajeados, vamos a vivir. Wendy seguía llorando y Peter se unió otra vez a ella.
—Sólo un rato, un ratito, sólo un ratito —lloraban los niños.
—Oh, George —dijo Lydia—, no puede hacerles daño.
—Bueno… bueno. Aunque sólo sea para que se callen. Un minuto, nada más, ¿oísteis? Y luego lo apagaremos para siempre.
—¡Papá, papá, papá! —cantaron los niños, sonriendo, con las caras húmedas.
—Y en seguida saldremos de vacaciones. David McClean llegará dentro de medía hora, para ayudarnos en la mudanza y acompañarnos al aeropuerto. Bueno, voy a vestirme. Enciéndeles el cuarto un minuto, Lydia. Pero sólo un minuto, no lo olvides.
Y la madre y los dos niños se fueron charlando animadamente, mientras George se dejaba llevar por el tubo neumático hasta el primer piso, y comenzaba a vestirse con sus propias manos. Lydia volvió un minuto mis tarde.
—Me sentiré feliz cuando nos vayamos —suspiró la mujer.
—¿Los has dejado en el cuarto?
—Quería vestirme. ¡Oh, esa África horrorosa! ¿Por que les gustará tanto?
—Bueno, dentro de cinco minutos partiremos para Iowa. Señor, ¿cómo nos hemos metido en esta casa? ¿Que nos llevó a comprar toda esta pesadilla?
—El orgullo, el dinero, la ligereza.
—Será mejor que bajemos antes que los chicos vuelvan a entusiasmarse con sus condenados leones. En ese mismo instante se oyeron las voces infantiles.
—¡Papá, mamá! ¡Venid pronto! ¡Rápido! Jorge y Lydia bajaron por el tubo neumático y corrieron hacia el vestíbulo. Los niños no estaban allí.
—¡Wendy! ¡Peter!
Entraron en el cuarto de juegos. En la selva sólo se veía a los leones, expectantes, con los ojos fijos en George y Lydia.
——¿Peter, Wendy?
La puerta se cerró de golpe.
—¡Wendy, Peter!
George Hadley y su mujer se volvieron y corrieron hacia la puerta.
—¡Abrid la puerta! —gritó George Hadley moviendo el pestillo—. ¡Pero han cerrado del otro lado! ¡Peter! —George golpeó la puerta—. ¡Abrid! Se oyó la voz de Peter, afuera, junto a la puerta.
—No permitan que paren el cuarto de juegos y la casa. El señor George Hadley y su señora golpearon otra vez la puerta.
—Vamos, no seáis ridículos, chicos. Es hora de irse.
El señor McClean llegará en seguida y…  Y se oyeron entonces los ruidos. Los leones avanzaban por la hierba amarilla, entre las briznas secas, lanzando unos rugidos cavernosos. Los leones. El señor Hadley y su mujer se miraron. Luego se volvieron y observaron a los animales que se deslizaban lentamente hacia ellos, con las cabezas bajas y las colas duras. El señor y la señora Hadley gritaron. Y comprendieron entonces por qué aquellos otros gritos les hablan parecido familiares.
—Bueno, aquí estoy —dijo David McClean desde el umbral del cuarto de los niños—. Oh, hola —añadió, y miró fijamente a las dos criaturas. Wendy y Peter estaban sentados en el claro de la selva, comiendo una comida fría. Detrás de ellos se veían unos pozos de agua, y los pastos amarillos. Arriba brillaba el sol. David McClean empezó a transpirar—. ¿Dónde están vuestros padres? Los niños alzaron la cabeza y sonrieron.
—Oh, no van a tardar mucho.
—Muy bien, ya es hora de irse.
El señor McClean miró a lo lejos y vio que los leones jugaban lanzándose zarpazos, y que luego volvían a comer, en silencio, bajo los árboles sombríos. Se puso la mano sobre los ojos y observó atentamente a los leones. Los leones terminaron de comer. Se acercaron al agua. Una sombra pasó sobre el rostro sudoroso del señor McClean. Muchas sombras pasaron. Los buitres descendían desde el cielo luminoso.
—¿Una taza de té? —preguntó Wendy en medio del silencio.

sábado, 3 de junio de 2017

¿ESCUCHAMOS? LAS DIFICULTADES EN LA ESCUCHA. LA ESCUCHA Y LA IMPORTANCIA DE HACER LUGAR AL VACÍO DE LO PROPIO EN EL LUGAR DESDE EL QUE SE ESCUCHA.




Me motivó a escribir ésto, la queja y el malestar de algunas personas que padecen lo que en nuestra sociedad llamamos enfermedad mental, las cuales además del sufrimiento que la misma conlleva, experimentan con frecuencia el dolor permanente de no ser capaces de hacerse escuchar, de hacer que los otros entiendan su necesidad de EXPRESAR SU SUFRIMIENTO “en toda su dimensión posible”, puesto que habitualmente no encuentran disponibilidad para ser escuchados ni en gran parte de sus sus familiares o amistades más cercanas, así como tampoco en otras personas menos allegadas. No se trata de pretender que los otros les ENTIENDAN en profundidad, ya que eso requiere de una escucha realizada por un terapeuta, sino de que sean capaces de respetar y otorgar un reconocimiento o un lugar válido, a lo que ellos manifiestan acerca de su malestar,

Respecto de los familiares, diré que esa imposibilidad es más entendible desde el punto de vista psicológico, dado que la familia tiene un nivel de implicación afectiva con la persona y con su enfermedad, que le dificulta la distancia óptima que requiere una escucha acogedora.
Cuando hablo de escucha acogedora, estoy haciendo referencia a una escucha que cualquier persona, si ser ni psicólogo ni psicoanalista, podría realizar, estando medianamente capacitado y siendo capaz de poner a disposición del otro cierto grado de sensibilidad.



Un aspecto muy importante para poder llevar a cabo la misma, de forma tal que quien nos habla acerca de su padecimiento se sienta escuchado, es el no apresurarnos a tratar de cerrar la herida que en ese acto de contar se abre precisamente, porque la misma es un intento de dejar salir y sanear de esa forma el dolor, como sucede cuando hay que abrir una herida en el cuerpo que ha empezado a cicatrizar, porque la misma se ha infectado y supura. El pus tiene que salir antes para poder cicatrizar de manera adecuada, y en el caso de una herida emocional o afectiva, el dolor y todos los sentimientos negativos que pueden acompañarlo (la rabia, el miedo, el odio, el resentimiento) han de supurarse o abreaccionarse como decía Breuer y Freud mediante la palabra, o “limpiarse´” por tomar el término con que la primera analizante del psicoanálisis, Anna O. bautizó a la cura psicoanalítica : la chimeny sweeping (limpieza de chimenea), paso previo para que pueda surgir el arrepentimiento y el perdón que permiten la cicatrización y la cura. Y es justamente ésto, lo que algunas de estas personas dicen no encontrar, aún en las situaciones en que alguien al menos convencionalmente y en principio, parece tener en cuenta su necesidad de hablar de su dolor (no me refiero a los profesionales, aunque con ellos también puede a veces suceder lo mismo).
                                                                                

Se encuentran con que los otros los interrumpen para hablar de sí mismos y/ o compararse con quien así está intentando expresarse, generalmente para ponerse como ejemplo de cómo actuar ante las situaciones que se le están contando, o también con que se apresuraran a darle consejos, con que subestiman su sufrimiento- a veces básándose en los momentos de mejoría del enfermo, que les llevan a suponer que si es capaz de reponerse, no está tan mal como dice, o tiene la capacidad para estar bien, y si no lo está entonces es porque no quiere, desconociendo los esfuerzos enormes que han tenido que realizar para ponerse la máscara que les permita momentáneamente, y para la ocasión, “dar una imagen” de bienestar.

Desde ese deconocimiento les dicen cosas tales como : “estás exagerando, si ayer( o hace un rato) en la cafetería estabas bien”.O tienden también a comparar el sufrimiento que ellos están diciendo que experimentan, con el de otras personas que según el juicio de tal interlocutor, la están pasando peor, subestimando de esta manera el de estas personas, con la típica fórmula: “de qué te quejas,si a X le pasa tal y cual situación que es mil veces pero que la tuya”, o “si tanta gente está en tal o cual otra situación peor”.Este tipo de respuesta, da cuenta de que el otro no logra escuchar a esa persona en su particularidad y en su forma también peculiar de experimentar el dolor o sufrimiento psíquico, lo cual genera frustración y rabia en cualquier persona que así intenta infructuosamente hacerse escuchar, cuanto más tratándose de alguien que padece una enfermedad mental,puesto que seguramente ya entre las causas de la misma, la persona pueda dar cabida en diversa medida, según cada caso, al haberse sentido no escuchada.


 

Ser escuchado implica hacerse reconocer como sujeto (único o diferente) por y en el Otro, por lo cual no sentirse escuchado implica la denegación de un lugar propio.

Esta escucha a la que hacía referencia, es fundamental cuando se trata de hacer un trabajo terapéutico con una persona, pero también lo es mínimamente cuando cualquier persona se abre a contar su dolor a un amigo o a un conocido.


Sin embargo, en general, las personas están muy poco capacitadas y/o dispuestas a escuchar, o a escuchar de esta manera donde la escucha no solamente se hace con el oído sino con todo el cuerpo, donde la receptividad de la escucha fuese capaz de ser metáfora de la cavidad de un oído que se tornara susceptible para el acogimiento del otro en sus pedazos ; como si se tartara de ahuecar el propio cuerpo, tendiendo los brazos para brindarle a ese otro que padece, un refugio, ser capaz de hacerse tierra cual en una bahía para hacer posible que el agua del dolor de ese otro se expanda, para poder así contenerlo.

 


Poder hacer ésto requiere antes que nada, que el otro, y lo que dice que le genera sufrimiento, nos importe. Y luego,que seamos capaces de identificarnos con su dolor, lo que habitualmente se denomina tener empatía ; y que contrariamente a lo que se cree no es nada fácil, por cuanto implica , como lo indica el origen de dicha palabra,disponer de nuestro aspecto emocional para poder brindárselo al otro en la escucha. Empatía deriva del griego μπαθής, empátheia que en principo significaba pasión.”El vocablo se deriva con sufijo de cualidad-eia del adjetivo emphatés que significa afectado y emocionado, que se apasiona internamente, expuesto a las pasiones y tardíamente enfermo”.

Habitualmente, nuestra disposición emocional para el otro es escasa, porque no nos interesa realmente ni lo que le sucede, no tenemos o queremos destinar nuestro tiempo ni nuestra persona a escucharle, y menos en una época donde no se puede o quiere disponer del tiempo largo y lento que requiere una comunicación profunda con otro ser humano, y mucho menos si nos habla de problemas (¡que ya tenemos bastantes con los nuestros!- dirán algunos),también en una época donde el “tener buena onda o buen rollo, y no ser profundos o intensos” es requisito imprescindible para ser re-querido y apreciado en los círculos sociales(nótese que está ya ahí, en el concepto de círculo, el narcisismo que mueve nuestra lógica social actual ), lo cual hace que esté plenamente justificado –según he escuchado decirlo a muchas personas, aunque utilizando otros téminos para hacerlo- el no querer que te vengan con mal rollo o -como diríamos en el Río de la Plata-con pálidas. Quien lo hace, corre el riesgo de que se le etiquete como una “persona tóxica”, expresión tan en boga en la actualidad.

Claro que no se trata de contar a todo aquel con quien una persona se cruce su vía crucis personal, porque efectivamente centrarse y reconcentrase en el dolor , en la carencia, ennegrece aún más la visión que se tiene sobre la vida propia, y expande en ocasiones esa oscuridad, tiñendo con ella la vida de los otros y a su entorno; pero a mi manera de entenderlo, es inconcebible que cuando entre dos o más personas existe un vínculo que se supone de cierta confianza, afecto, duración, tampoco se de lugar a sacarse al menos un poco la careta del baile de disfraces ; esta actitud me parece,además de una muestra contundente de egocentrismo recalcitrante ( ¡y ojo!, la misma que también tendría alguien que vaya contando sus pesares a todo el mundo, y encima sin tener tampoco en cuenta ni el lugar ni el momento oportunos),cuando ni siquiera se es capaz de percibir la necesidad del otro de ser escuchado, como de egoísmo además, cuando sí la registra, pero prefiere hacerse caso omiso a la misma, porque no da la gana de PRESTARSE para escuchar ( tal vez si fuera venderse o obtener alguna ganacia a nivel material o de imagen pública, habría una larga cola de muy bien dispuestos a hacerlo). Quizás es manera de proceder obedece al temor al compromiso afectivo que eso podría implicar (que ya ni hablemos de otro tipo de compromismos que requieren poner aún mas el cuerpo en la situación, pues en esta sociedad no se está dispuesto, en general, para nada para dicha labor).

En el primer caso, el problema es más grave, por cuanto la persona cuya indiferencia le impide registrar mínimamente, más que no sea como supuesta, la necesidad de ser escuchado de otro a quien más o menos conoce, tiene un grado de despersonalización e inaptitud social similar al que padecen los autistas. O quizás se ha transformado ya en el robot pefecto por el que brega sin descanso el neoliberalismo.

Y en el segundo caso , registrarla, y hacer caso omiso de dicha percepción (saber por ejemplo que esa persona se encuentra viviendo una situación difícil de cualquier tipo y quedar para salir a pasear o tomar un café o lo que sea, y hablar de diferentes temas , quizás cuanto más superficiales mejor, evitando consciente o incosncientemente preguntar por cómo lleva la misma, por los motivos antes referidos de temor al compromiso, u otros, implica haberse dejado calar por la promoción de una superficialidad que va camino de hacerse endémica actualmente. La misma no favorece los vínculos, sino que al contrario, atenta contra el tejido social y su rol de sostén, zurcido y reparación del daño subjetivo (enfermedades tanto mentales como físicas) que el propio capitalismo actual crea. Y lo hace en base a la promoción alegre y despreocupada de la desconexión entre las personas, a las cuales deja cada vez más aisladas y solas con sus padecimientos, porque como ya sabemos “la unión haría la fuerza”… si la hubiera.

Así mismo, las redes sociales, aún con su utilidad indiscutible, favorecen tanto la escucha y la lectura de todo artículos y comentarios personales, de manera superficial , por lo veloz sobre todo, pero no solamente por eso, y el compromiso líquido -me permito decirlo así basándome en el término Modernidad liquida de Buman- la solidaridad y empatía líquidas. Pero una verdadera escucha, como un verdadero compromiso y solidaridad requieren de poner el cuerpo, y no solamente hacerse una imagen solo con cuerpo virtual en las redes, de lo que nos gustaría ser, pero no queremos ver que en realidad no somos, o hacernósla acorde a como nos gusta que el otro nos vea, para vernos amables a sus ojos y a los propios, y así poder tener nuestra conciencia tranquila. Y no se trata de poner el cuerpo solamente en los grandes aconteceres donde seremos seguramente mucho más visibles, sino quizás en aquellos donde de nuestro compromiso muy pocos sepan, o solamente sepa quizá esa persona a quien hemos sido capaces de escuchar de manera auténtica.

Escuchar es una tarea artesanal y que presenta cierta dificultad, y no obstante, mucha gente se cree capacitada para llevarla a cabo sin estarlo, porque requiere de ser capaz de dejar de lado el propio parecer, la propia opinión, los propios juicios y prejuicios, e inclusive los propios temores y ansiedades, y requiere además amor y tiempo.Y también de una importante dosis de “silencio acompañante”, o “vacío contenedor”, y también de palabras, aunque en algunos momentos quizá solo con algunas pocas basta. A veces no se necesita más que un simple devolver la pregunta, o un ¡Mm!, ¡ajá! acompañado de un gesto de asentimiento con la cabeza, una forma de decirle al otro que nuestra atención esta centrada verdaderamente en lo que nos dice, y en su persona; eso puede ser suficiente en la mayoría de las ocasiones.




 


POR QUÉ ES IMPORTANTE HACER LUGAR VACÍO EN LA ESCUCHA PARA QUE ALLÍ ANIDE EL OTRO Y SU DECIRCE/SER.

 Esto es especialmente importante cuando cualquier persona nos habla de una situación que para la misma es dolorosa, cualquiera sea, porque la persona cuando intenta decir acerca de ese dolor, está -como ya dijimos- abriendo su herida emocional y rebuscando en ella para sacar todo aquello que le impide sentirse mejor: pensamientos, sentimientos conscientes - que pueden dar lugar si se dicen, a que lleven por asociación significante, a otros que hasta ese momento fueron inconscientes- en relación a la misma y a su causa. La persona está, , si se me permite la metáfora, entrando en el volcán de su ser afectivo, y necesita sacar de allí todo aquello que le quema.Cuanto más se adentra, más contacto toma con el agujero de lo traumatico que le supone esa situación.Si encuentra alguien capaz de escuchar, y hacer lugar a esa lava, la persona se siente más relajada, como suele decir: “haber podido hablar ha sido como si me hubiese sacado un peso de encima”.Pero si se lo tapona con consejos u otros apósitos y vendajes prematuramente, por desinterés, miedo,ansiedad culpa, vergüenza o lo que sea, la persona se sentirá, cuando menos defraudada en su confianza respecto a la receptividad del otro, y no habrá encontrado entre sus congéneres una oreja capaz de brindarle algún sostén, ni fuerza para seguir batallando con su problema.

Esos impedimentos obedecen a que lo que esa persona dice, lleva a quien supuestamente escucha, a cuestionarse respecto de sí mismo, a preguntarse en relación a aspectos de su propia vida, lo cual posiblemente para nada puede ni quiere hacer en esos momentos. En el primer caso -dependiendo del grado de parentesco o amistad o vínculo en general que haya establecido con esa persona-pensará si estará implicado de alguna manera en lo que le sucede ( aún en la aparentemente más alejada, como es el caso del sentimiento de responsabilidad social, que se puede experimentar ante personas desconocidas), o si no ha estado suficientemente implicado para brindar su ayuda, o si se verá comprometido a ayudar en caso de seguir escuchando, etc.,casos en los que algunos de los afectos incómodos antes citados harán acto de presencia. Y ante el no ser capaz de soportar todo esto, la persona obturara la escucha, o le da fin a la misma.

El psicoanalista y pediatra inglés, que suelo nombrar mucho en mis trabajos, Donald Winnicott, le daba al sostén que puede brindar un analista en una cura una función primordial, y espcialmente cuánto más grave es la patología que la persona padece, mayor necesidad de sostén requiere para poder curarse.Y la escucha, cuando sirve, cumple esa función. Y conviene recordar que no se trata de no hablar para nada, porque también las palabras dichas de manera oportuna y no demasiadas, brindan también contención o sotén.
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Así también, para poder sotener-nos socialmente- lo cual precisamente falla actualmente-, sin tener necesidad de concurrir todos y siempre a espacios psicoterapéuticos, como si fueran los únicos lugares o recursos donde poder ser escuchados... pagando- sin dejar de reconocer que en ellos se escucha de una manera diferente, y en algunos casos esa escucha será imprescindible- , necesitamos volver a implicarnos con los otros en la cotidianeidad, para brinadarnos unos a otros el sostén de una escucha que nos permita una mayor cohesión social, porque de ella depende nuestra salud biopsicosocial..



 

 
ALGUNOS ASPECTOS DE LA ESCUCHA EN EL PSICOANÁLISIS. LA IMPORTANCIA DE LA FUNCIÓN “DESEO DEL ANALISTA”

La escucha ofrece dificultades aún para quienes ella constituye la base de su labor profesional , por eso en el caso de los psicoanalistas, cuya función “deseo del analista” se funda en la misma, ya Freud establecía que quien deseara poder encarnala, habría de psicoanalizarse, porque solamente de esa manera podrá estar en condiciones de ofrecerse a una escucha libre de “puntos ciegos”-dice él-, que tienen relación con los propios “complejos”(1) del analista,. y por lo tanto con sus resitencias ( al avance de la cura, al inconsciente), que para Lacan siempre son del propio analista y no del analizado, aunque obviamente el analizado se resista (por suerte)a dejarse decir en su deseo por el analista, ¡que ya bastante tiene con su obediencia y atrapamiento consciente e inconsciente a/ en la palabra y el deseo del Otro (madre, padre, otros de referencia cuya opinión importa a veces en demasía al sujeto); esa resistencia está vinculada con otro término fundamental que es el de la contratransferencia . Y una definición que me parece apropiada de la misma es la siguiente:

“llamaremos contratransferencia a lo que el analista pone en juego en la cura en tanto sujeto, haciendo obstáculo al deseo del analista, ya sea que se trate de lo reprimido en el plano del significante -registro de lo simbólico-, de su goce en el plano del objeto -registro de lo real-, o de sus afectos -registro de lo imaginario.” (2)

Es para evitar la misma para que la función “deseo del analista” posibilite al analizado el acto donde se juegue la verdad de su deseo, que que en “Consejos al médico” (1912) Freud presenta a la asociación libre y a la atención libremente flotante –por primera vez aludida con este nombre–, como un todo metodológico al que ambos deberán atenerse para lograr una real puesta en acto del inconsciente:
“como se ve, el precepto de fijarse en todo por igual que le cabe al analista es el correspondiente necesario de lo que se exige al analizado, la llamada regla de la asociación libre (que no es libre por cuanto sigue las ruta inconsciente de los significantes que han marcado al sujeto y determinan su posición ante la vida, el goce o sufrimiento), a saber que refiera todo cuanto se le ocurra, sin crítica ni selección previas. Si el médico se comporta de otro modo aniquila en cierta parte la ganancia que brinda la obedienciadel paciente a esta 'regla fundamental del psicoanálisis'. La regla, para el médico, se puede formular así: Uno debe alejar cualquier ingerencia conciente sobre su capacidad de fijar-se, y abandonarse por entero a sus 'memorias inconcientes'; o, expresado esto en términos puramente técnicos 'uno debe escuchar y no hacer caso de si se fija en algo"


Desde que un número mayor de personas ejercen el psicoanálisis e intercambian sus experiencias, hemos notado que cada psicoanalista sólo llega hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias interiores, y por eso exigimos que inicie su actividad con un autoanálisis y lo profundice de manera ininterrumpidaa medida que hace sus experiencias con los enfermos. Quien no consiga nada con ese autoanálisis puede considerar que carece de la aptitud para analizar un enfermo” (Freud, 1910).
Asimismo Freud va a hablar de la importancia fundamental de la regla de abstinencia, que implica el abstenerse de hacer intervenir en la cura analítica del analizado los deseos, pensamientos y opiniones particulares que el mismo tiene como persona. Solo hay que dar lugar a lo que el analista escucha en al palabra del analizante.




 


1-Complejo (del latín complectere: abrazar, abarcar; participio perfecto: complexum) es un término que indica un conjunto que totaliza, engloba o abarca una serie de partes individuales (hechos, ideas, fenómenos, procesos). Se utiliza en forma general en psicología para indicar la integración de vivencias o experiencias individuales en una experiencia de conjunto o totalizadora. El concepto es utilizado principalmente en las escuelas psicológicas y enfoques dinámicos o analíticos y mucho menos en los enfoques conductuales. Además, en un sentido coloquial y no estrictamente técnico, se habla de una persona «acomplejada» o que sufre «complejos psíquicos» cuando presenta una marcada disconformidad con alguno o varios aspectos físicos o psíquicos de su persona, los que experimenta o percibe subjetivamente con sentimientos de minusvalía.

 

2- El analista entre contratransferencia y estilo” Víctor Iunger,
Jornadas de la Escuela Freudiana de Buenos Aires "El Padre en la clínica Lacaniana", Buenos Aires, 1991