lunes, 9 de mayo de 2016

Taneda Santôka:  el ejercicio de despertar desnudo.

  Por Laura Salino   (www.rasgopsi.com)

UNA MARAVILLA QUE ENCONTRÉ  Y  DESEO COMPARTIR.

 



La manía occidental de engrandecer la realidad, lejos de acercarnos a ella, la extravía en explosiones de índoles diversas y cada vez menos metafóricas. Nos oculta su esencia. Para defender el camino alternativo, el íntimo contacto con la silenciosa evidencia del instante, existe el haiku: forma purísima de poesía en alta dosis con extensión mínima.
Si el lenguaje poético porta la facultad de evocar y sugerir, el haiku, con una simpleza extraordinaria que no carece de profundidad, podría ubicarse sin duda en la cúspide de la poesía.

Suele hacerse referencia obligada a Matsuo Basho, maestro en el arte de ofrecer al lector el mágico acto por el cual la conciencia del que ve y lo que ve se plasma en un poema. El reconocimiento no es ocioso ni infatuado: fue a partir de su trabajo que el haiku se independizó –en el Siglo XVII– de la serie de poemas conocida como renga (poemas breves encadenados) que venía practicándose en Japón desde el Siglo XII.
Hay, sin embargo, grandes olvidos a la hora de leer y reconocer la labor de muchos otros grandes haikuistas: Issa, Buson, Onitsura, Ryôkan, Shiki… La lista es extensa y el cendal que la oculta probablemente responda a otra manía occidental: la de entronizar un personaje determinado que, por talento, azar o producción publicitaria, recibe los aplausos y el reconocimiento de figura pública mientras otros, aunque con idénticas aptitudes, son relegados al destino de ignotos.

Siguiendo la tradición de Basho, Taneda Santôka (1882-1940) inicia su propia peregrinación de monje y poeta caminante. Comparte también con el maestro la mácula meditativa del budismo zen. No es éste un dato menor: en sus monasterios, el ejercicio de la caligrafía y el tiro con arco y flecha apuntaban a aprehender la inmediatez, la fugacidad de lo real. Tanto el haiku, la pincelada caligráfica o el tiro con arco responden de manera precisa a “la necesidad de expresar lo fugaz con la misma inmediatez con que puede captarse”. Es preciso aclarar que lo anterior no implica ninguna premura, por el contrario, es el efecto de un profundo trabajo que se aleja de la repetición del gesto para empalmarse íntimamente con aquello que se quiere representar.
El despojamiento del haiku (que potencia su poder de evocación) es el resultado de un madurado silencio, la forma poética que mejor se ajusta a la introspección, a la soledad del viajero. El voto de no-repetición que todo seguidor de la sabiduría zen debe tener presente, aún en las tareas más repetitivas, es lo que el viaje del peregrino propicia.

Recordemos brevemente que el viaje de Santôka fue realizado en condiciones de extrema pobreza y que en la historia de sus pérdidas se inscriben el suicidio de su madre y el de su hermano. Varios de sus poemas están referidos al hambre, a la extrema soledad, a las pérdidas. Se impone, no obstante, la necesidad de errar en una búsqueda incesante: hacia las profundidades del corazón humano, nos dice en sus diarios. Agrega que el contacto en demasía con la gente genera conflictos, y que para liberarse de la violencia íntima y el aborrecimiento de los demás necesita caminar. (Otros, anteriormente, habían puesto en acto la necesidad de caminar para cultivar ese germen de disidencia que preserva la lucidez aún en las peores circunstancias: nos referimos a Henry Thoreau y su valentía de oponerse a un modelo aberrante cuyas consecuencias padecemos cotidianamente.)

La pincelada que el poema traza es una indeclinable invitación a recuperar el valor de la contemplación en su sentido más fuerte, el mismo que nos es negado a diario, incluso en los lugares que se suponen creados para ello: en los museos se nos niega la posibilidad de pegar el ojo al trazo de pincel mediante el cual el artista resolvió la luz o la sombra, las obras de arte están valladas, protegidas hasta la exasperación. El haiku se instala en esa brecha de la mirada que ensancha la percepción hacia la contemplación.

En la más honda espesura
de la montaña,
llegar a la desnudez.
(Santôka)


Como todo acto cuyo gesto apunta al corazón del ser, transforma y subvierte a aquel a quien se dirige: la piel no necesariamente es igual a la piel. El valor del tacto por sobre la mirada, la honda espesura del cuerpo, la vibración de una voz. Sólo en el contacto con la naturaleza el hombre que se busca encuentra su verdad: el mundo se desnuda para el hombre desnudo. Del mismo modo que el hombre oculta el mundo, el más modesto animal puede abrirnos un camino1:

Lejanos montes
flotan en la pupila
de la libélula.
(Issa)

Son los ojos de la libélula los que devuelven en espejo la imagen de los montes lejanos y en ese mismo acto la acercan: la ceguera del hombre encuentra su libertad en el espejo animal. El haiku siempre nos toca con esa evidencia de lo irrepresentable, la fuga de lo explícito que potencia la lectura entre palabras.
Los verdaderos maestros haikuistas abdican de su narcisismo para ser un bicho más, vivir en un reflejo, en una sombra; en todo aquello que desafía nuestra estrechez clasificatoria de lo animado: ¿hay acaso algo más vivo que los movimientos de la luz y la sombra en un día cualquiera? ¿Un dibujo más animado que el de las nubes −nunca iguales− acompasadas por el viento? Sólo en esta alquimia de prismas sucede la belleza del haiku:

En el agua hay un reflejo
es alguien que va de viaje.

En este haiku Santôka no se reconoce más que como una forma en el agua. Hay también un juego de palabras en el original japonés, donde reflejo admite asimismo ser traducido como sombra: alguien que viaja con un espinoso pasado a cuestas −una mochila pesada, como diríamos en occidente− pero sin embargo pasa, ingrávido, ligero, en ese reflejo.
Recojo y alzo hacia la luna
la luminosidad del agua.

Los traductores proponen que éste debe ser un haiku «que nos exija recogerlo en la cuenca de nuestras manos». Probablemente Santôka iba a beberse el agua, la recoge, la alza, la separa de la tierra, la eleva del mundo para fusionar su luminosidad con la de la luna, para beberse, junto con el agua, el reflejo de la luna.

No dejaremos de mencionar, por su carácter de necesario, la estulticia del occidental que intenta transmutar una metáfora cualquiera en dos o tres frases creyéndose (y pretendiendo que otros así lo crean) que ha «fabricado» un haiku: en esa impronta de la medida se esfuma la esencia de la poesía al mismo tiempo que se revela un ímpetu acaparador que traiciona la belleza del gesto. Nada más alejado del haiku que el cálculo occidental. Sobran ejemplos.

La lectura del haiku −como cualquier ejercicio de despertar− no puede ser apresurada, a riesgo de no oír lo que en él se dice. En el prólogo del libro El monje desnudo2, Chantal Maillard propone detenerse en cada uno de ellos el tiempo suficiente «para que las ondas concéntricas le alcancen y ensanchen en su pecho el lugar de resonancia.»
Exactamente el mismo lugar donde concluye la senda del peregrino Santôka.


1 Maurice Coyaud, Hormigas sin sombra, DVD ediciones, Barcelona, 2005.
2 Chantal Maillard, «Orinar en la nieve» en El monje desnudo, 100 haikus de Taneda Santôka. Miraguano Ediciones, Madrid, 2006.

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