Taneda Santôka: el ejercicio de despertar desnudo.
Por Laura Salino (www.rasgopsi.com)
UNA MARAVILLA QUE ENCONTRÉ Y DESEO COMPARTIR.
La
manía occidental de engrandecer la realidad, lejos de acercarnos a
ella, la extravía en explosiones de índoles diversas y cada vez menos
metafóricas. Nos oculta su esencia. Para defender el camino alternativo,
el íntimo contacto con la silenciosa evidencia del instante, existe el haiku: forma purísima de poesía en alta dosis con extensión mínima.
Si
el lenguaje poético porta la facultad de evocar y sugerir, el haiku,
con una simpleza extraordinaria que no carece de profundidad, podría
ubicarse sin duda en la cúspide de la poesía.
Suele
hacerse referencia obligada a Matsuo Basho, maestro en el arte de
ofrecer al lector el mágico acto por el cual la conciencia del que ve y
lo que ve se plasma en un poema. El reconocimiento no es ocioso ni
infatuado: fue a partir de su trabajo que el haiku se independizó –en el
Siglo XVII– de la serie de poemas conocida como renga (poemas breves encadenados) que venía practicándose en Japón desde el Siglo XII.
Hay,
sin embargo, grandes olvidos a la hora de leer y reconocer la labor de
muchos otros grandes haikuistas: Issa, Buson, Onitsura, Ryôkan, Shiki…
La lista es extensa y el cendal que la oculta probablemente responda a
otra manía occidental: la de entronizar un personaje determinado que,
por talento, azar o producción publicitaria, recibe los aplausos y el
reconocimiento de figura pública mientras otros, aunque con idénticas
aptitudes, son relegados al destino de ignotos.
Siguiendo
la tradición de Basho, Taneda Santôka (1882-1940) inicia su propia
peregrinación de monje y poeta caminante. Comparte también con el
maestro la mácula meditativa del budismo zen. No es éste un dato menor:
en sus monasterios, el ejercicio de la caligrafía y el tiro con arco y
flecha apuntaban a aprehender la inmediatez, la fugacidad de lo real.
Tanto el haiku, la pincelada caligráfica o el tiro con arco responden de
manera precisa a “la necesidad de expresar lo fugaz con la misma
inmediatez con que puede captarse”. Es preciso aclarar que lo anterior
no implica ninguna premura, por el contrario, es el efecto de un
profundo trabajo que se aleja de la repetición del gesto para empalmarse
íntimamente con aquello que se quiere representar.
El despojamiento del haiku (que potencia su poder de evocación)
es el resultado de un madurado silencio, la forma poética que mejor se
ajusta a la introspección, a la soledad del viajero. El voto de
no-repetición que todo seguidor de la sabiduría zen debe tener presente,
aún en las tareas más repetitivas, es lo que el viaje del peregrino
propicia.
Recordemos
brevemente que el viaje de Santôka fue realizado en condiciones de
extrema pobreza y que en la historia de sus pérdidas se inscriben el
suicidio de su madre y el de su hermano. Varios de sus poemas están
referidos al hambre, a la extrema soledad, a las pérdidas. Se impone, no
obstante, la necesidad de errar en una búsqueda incesante: hacia las profundidades del corazón humano,
nos dice en sus diarios. Agrega que el contacto en demasía con la gente
genera conflictos, y que para liberarse de la violencia íntima y el
aborrecimiento de los demás necesita caminar. (Otros, anteriormente,
habían puesto en acto la necesidad de caminar
para cultivar ese germen de disidencia que preserva la lucidez aún en
las peores circunstancias: nos referimos a Henry Thoreau y su valentía
de oponerse a un modelo aberrante cuyas consecuencias padecemos
cotidianamente.)
La pincelada que el poema traza es una indeclinable invitación a recuperar el valor de la contemplación
en su sentido más fuerte, el mismo que nos es negado a diario, incluso
en los lugares que se suponen creados para ello: en los museos se nos
niega la posibilidad de pegar el ojo al trazo de pincel mediante el cual
el artista resolvió la luz o la sombra, las obras de arte están
valladas, protegidas hasta la exasperación. El haiku se instala en esa
brecha de la mirada que ensancha la percepción hacia la contemplación.
En la más honda espesura
de la montaña,
llegar a la desnudez.
(Santôka)
Como todo acto cuyo gesto apunta al corazón del ser, transforma y subvierte
a aquel a quien se dirige: la piel no necesariamente es igual a la
piel. El valor del tacto por sobre la mirada, la honda espesura del
cuerpo, la vibración de una voz. Sólo en el contacto con la naturaleza
el hombre que se busca encuentra su verdad: el mundo se desnuda para el
hombre desnudo. Del mismo modo que el hombre oculta el mundo, el más modesto animal puede abrirnos un camino1:
Lejanos montes
flotan en la pupila
de la libélula.
(Issa)
Son
los ojos de la libélula los que devuelven en espejo la imagen de los
montes lejanos y en ese mismo acto la acercan: la ceguera del hombre
encuentra su libertad en el espejo animal. El haiku siempre nos toca con
esa evidencia de lo irrepresentable, la fuga de lo explícito que
potencia la lectura entre palabras.
Los
verdaderos maestros haikuistas abdican de su narcisismo para ser un
bicho más, vivir en un reflejo, en una sombra; en todo aquello que
desafía nuestra estrechez clasificatoria de lo animado: ¿hay acaso algo
más vivo que los movimientos de la luz y la sombra en un día cualquiera?
¿Un dibujo más animado que el de las nubes −nunca iguales− acompasadas
por el viento? Sólo en esta alquimia de prismas sucede la belleza del
haiku:
En el agua hay un reflejo
es alguien que va de viaje.
En
este haiku Santôka no se reconoce más que como una forma en el agua.
Hay también un juego de palabras en el original japonés, donde reflejo admite asimismo ser traducido como sombra:
alguien que viaja con un espinoso pasado a cuestas −una mochila pesada,
como diríamos en occidente− pero sin embargo pasa, ingrávido, ligero,
en ese reflejo.
Recojo y alzo hacia la luna
la luminosidad del agua.
Los
traductores proponen que éste debe ser un haiku «que nos exija
recogerlo en la cuenca de nuestras manos». Probablemente Santôka iba a
beberse el agua, la recoge, la alza, la separa de la tierra, la eleva
del mundo para fusionar su luminosidad con la de la luna, para beberse,
junto con el agua, el reflejo de la luna.
No
dejaremos de mencionar, por su carácter de necesario, la estulticia del
occidental que intenta transmutar una metáfora cualquiera en dos o tres
frases creyéndose (y pretendiendo que otros así lo crean) que ha
«fabricado» un haiku: en esa impronta de la medida se esfuma la esencia
de la poesía al mismo tiempo que se revela un ímpetu acaparador que
traiciona la belleza del gesto. Nada más alejado del haiku que el
cálculo occidental. Sobran ejemplos.
La
lectura del haiku −como cualquier ejercicio de despertar− no puede ser
apresurada, a riesgo de no oír lo que en él se dice. En el prólogo del
libro El monje desnudo2,
Chantal Maillard propone detenerse en cada uno de ellos el tiempo
suficiente «para que las ondas concéntricas le alcancen y ensanchen en
su pecho el lugar de resonancia.»
Exactamente el mismo lugar donde concluye la senda del peregrino Santôka.
1 Maurice Coyaud, Hormigas sin sombra, DVD ediciones, Barcelona, 2005.
2 Chantal Maillard, «Orinar en la nieve» en El monje desnudo, 100 haikus de Taneda Santôka. Miraguano Ediciones, Madrid, 2006.
No hay comentarios:
Publicar un comentario